El duelo
La primera vez que miré a la muerte a los ojos, o para ser más precisa que la muerte me obligó a mirarla, tendría unos 9 años. Llegué del colegio y me esperaba la noticia que mi abuelo había fallecido debido a problemas cardíacos.
No sé cómo explicar lo que sentía. Hasta el día de hoy, las emociones y sensaciones que experimenté me parecen confusas y difusas. En esa época, no contaba con un vocabulario suficiente para describirlo, y hasta ahora, como si me hubiera quedado en los 9 años, aún no encuentro las palabras precisas para expresar lo que sentí. Tal vez sea porque temía, y todavía temo, que al nombrar esas emociones, la muerte se apropie y se instale permanentemente, como si la vida no viniera en conjunto con la muerte.
Temo a la muerte porque me aterra el cambio, me aterra el transcurrir del tiempo, me aterra la impermanencia.
Y hoy, una vez más, la muerte me obliga a mirarla a los ojos. Hoy, con una mayor consciencia y vocabulario, puedo reconocer y dar significado a lo que siento en mayor medida, pero aún se queda corto cuando intento expresarlo con palabras.
Es un proceso abstracto donde el otro sigue ocupando un espacio, pero ya no es físico ni tangible. Debes persuadir a tu mente de que ocupa un lugar, aunque nunca más estará presente; ya no podrás verlo, tocarlo, olerlo ni sentir su corazón latiendo.
La tarea consiste en el ajuste. ¿Cómo reconstruir ese espacio que ocupaba físicamente y que ahora lo hace de manera simbólica?
La etimología de duelo es dolor, el problema es que no se sabe dónde duele.
El vacío se llena inicialmente de dolor, mucho dolor, y buscamos distraernos con cosas, personas, situaciones, experiencias; porque el silencio resulta insoportable. Al llenarse con la ausencia de lo que perdimos, duele hasta el tuétano y desgarra.
Nos corresponde atravesar el dolor para vaciarnos de él y construir un nuevo espacio simbólico de ese ser en nuestro corazón y en nuestra alma.
Nos corresponde habitar el espacio que habitábamos de a dos y ya sólo queda uno.
Sentarnos donde antes estábamos acompañados, y ahora sólo se ocupa un asiento. Dirigir la mirada a donde solíamos hallar otra de respuesta y darnos cuenta que ya nadie mira.Pedir una mesa para dos cuando solo hay uno para comer. Empezar conversaciones que no tendrán respuesta. Meternos en las cobijas ajustando la temperatura a un solo cuerpo. Llamar en voz alta sin obtener respuesta. Y en todos estos actos, sentir el dolor, percibir la ausencia, experimentar punzadas en el pecho que lo estrechan y no permiten que el aire fluya, soltar un llanto desgarrado, quejarse ante el universo, demandar lo que nos pertenece y nos fue arrebatado, cargar con la culpa por lo que fue y no puede cambiar, anhelar lo que faltó y no puede ser completado.
Y un día te despiertas, en ese momento de confusión entre el sueño y la vigilia, y tienes la certeza de que ese ser ya no existe. Contrario a traerte angustia y tristeza, llega la tranquilidad de haber sabido amar y haber sido amada por lo que fue y lo que fueron. En ese día te levantas y, donde solías verlo, ya no lo buscas. Donde solía sentarse, sabes que no lo encontrarás. Donde solías buscarlo, ya no se halla. Donde solías recordarlo, ya no habita.
Ya está en ti. Cierras los ojos y allí en tu corazón latiendo ese ser sigue y seguirá viviendo. Estás bien con eso, porque sabes que, aunque se ha ido, permanece en ti porque transformó tu vida con su vida… y con su muerte.